A veces pensamos que tener la autoestima muy alta es un rasgo que nuestra sociedad acepta y que sentir vergüenza es algo negativo que más vale superar. Pero yo creo que las dos actitudes no están tan lejos una de la otra y son las caras de una misma moneda.
Hace años lo leí en este artículo de Richard Erskine. Me gustó mucho y en este post os cuento por qué.
Por autoestima muy alta me refiero aquí (sé que no siempre es así) a aquellas actitudes en las que una persona se siente superior a las circunstancias o a los demás. Por ejemplo cuando uno:
- suele creer que está en lo correcto
- piensa que su actitud es irreprochable
- se quiere de forma narcisista, como un culto a sí mismo
La vergüenza en cambio le hace a uno más pequeño, hasta físicamente.
Confesión: cuando yo tenía unos 10 años la profesora de gimnasia nos preparó una coreografía con una música rusa. Yo estaba gordita y aparentemente no daba bien los pasos. En un ensayo la mujer me dijo: “Vamos, muévete mejor que tienes la gracia de un ladrillo”. “Tierra trágame” – pensé yo. Sentí mucha vergüenza y aún lo recuerdo. Lo que entendí fue este mensaje: “algo está mal, muy mal, en ti”. (Mensaje a los profesores: la crítica a un niño no le hace espabilarse).
La vergüenza
Sentir vergüenza es una respuesta a una demanda imposible, a una interiorización de perfección que uno hace en la infancia. En mi caso la perfección era una grácil bailarina rusa, cosa que yo no era, evidentemente. La profesora aplaudía a las más ágiles, yo quise ser como ellas y guardé una imagen perfecta con la que compararme.
La vergüenza tapa el sentimiento de tristeza por no ser aceptado como uno es y el enfado hacia el otro por su exigencia.
Esconde estas dos emociones y así ayuda a mantener un vínculo con esa persona que exige, porque el niño la considera imprescindible para su supervivencia física y psicológica.
La vergüenza nace de su miedo por perder un vínculo que ya considera dañado: “si me critica es que no le gusto mucho, entonces esconderé mi miseria interna para que no me rechace del todo. Y además así evitaré que me humille de nuevo y pasarlo mal”.
La superioridad
La otra cara de la moneda.
El que se siente superior o arrogante también está haciendo algo parecido: está evitando sentir la ansiedad que le provocaría una caída en picado de su autoestima.
Entonces sobre-compensa con fantasías rígidas de sí mismo. Fantasea que es el otro quien acepta sus fallos, le pide disculpas y así arregla la situación.
¿Para qué lo hace? Para evitar la humillación del otro. La ira de la reivindicación cuando alguien dice: “Yo tengo razón y tú no” o “Tú eres culpable y no yo” es una defensa contra un insulto, una degradación imaginada.
El orgullo es una defensa contra la posible vergüenza.
El que se cree perfecto, el arrogante o el culpabilizador intenta evitar el sentimiento de abandono negando al otro, negando la necesidad de relación con aquel al que recrimina o pone por debajo.
Lo que faltó
A ambos, vergonzoso y arrogante, en algún momento les faltó sentirse respetados, tener un vínculo consistente en el que sentirse seguros y acogidos en la mirada amorosa del otro.
Ambos tienen ansia por la relación, por restaurar un contacto interrumpido. Cuando eran niños aprendieron a ser de esa manera en un intento desesperado por buscar un refugio interno donde no ser humillados e ignorados, donde ser nutridos y respetados por ser tal como son.
Así que, cuando pienso en algunas personas me gusta recordar que pueden parecer muy seguras, críticas, arrogantes, reclamadoras de justicia incluso, pero que eso no es más que la cara en la que cayó la moneda, porque también anhelan sentirse valoradas por lo que son en su esencia.
Pues nunca me lo había planteado así, y me parece que es un enfoque acertado.
Hola Silvia,
Es curioso, ¿verdad?. Creo que si más gente se diera cuenta nos toleraríamos más los unos a los otros. ¡Gracias por tu comentario y un saludo!